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Marianne Dashwood

Marianne Dashwood encontraba sólo paz cuando se recluía en sí misma. Era por naturaleza contradictoria; adoraba encontrarse arropada siempre por los suyos, sentirlos cerca de ella, y sin embargo, en momentos de dolor experimentaba un cierto grado de paz en soledad... la ansiada paz interior que su innato agitado espíritu jamás encontraba. Lo cierto es que su interior rara vez descansaba.

Con frecuencia, se concebía a sí misma como una mujer realmente apasionada, muchas veces incapaz de encontrar un equilibrio quasi perfecto a la desbordante pasión que rezumaba cada poro de su piel. La verdad es que jamás le había importado; ella siempre decía que experimentar cualquier tipo de amor no puede medirse, ni pesarse. Simplemente, había que sentirlo y dejar que todo lo demás, lo secundario, si se prefiere, siguiera su curso.

Hacía casi tres meses que Willoughby se había ido. Había elegido otra vida distinta a la que podría vivir con Marianne, ajena a lo que ella podía y anhelaba ofrecerle. Resultaba curioso, pero Marianne había vivido toda su vida sin Willoughby, y bueno, no le había ido tan mal, pues tenía todo lo que, modestamente, podía necesitar. Willoughby había formado parte de su persona durante apenas cuatro meses. Poco tiempo, muy poco, en realidad... y, sin embargo, ¿por qué le costaba tanto volver a su vida anterior? ¿Por qué se había acostumbrado tanto a él que ni siquiera era capaz de recordar cómo marchaban sus días antes de la llegada de Willoughby? Su vida de antes parecía un mal sueño en el que se sumergía de nuevo día tras día, y cuando volvía la vista atrás y recordaba los preciados momentos vividos con Willoughby, los contemplaba en perspectiva envueltos en una especie de aureola, de nebulosa que habían supuesto el plácido y tranquilizador despertar de esa pesadilla.

Willoughby eligió alejarse de ella; renunció cualquier intento de mutuo entendimiento, y tan sólo se dejó subyugar por una vida sin complicaciones. Quizás Marianne concebía, dentro de la pasión desbordante que por el sentía, su amor con una sencilla madurez. Quizás el error de Marianne fue creer ciegamente que Willoughby, como ella, profesaba una devoción inalterable a la construcción de un íntimo mundo de dos, donde los demás serían visitantes, pero no residentes. Era evidente que tan sólo quedaría el doloroso recuerdo, y éste había sido uno del que Marianne no conseguiría fácilmente huir, la amarga reminiscencia de la incertidumbre de lo que pudo haber sido y no fue. La sempiterna sensación de fracaso.

La penitencia de Marianne era su continuo afán de justificación hacia él. Ella era incapaz de concebir, a pesar de todo lo vivido, de todo lo sufrido, de todas las lágrimas derramadas, a un Willoughby incapaz de no sentir un cierto sentimiento hacia ella y a todo lo compartido en su compañía. ¿Cómo es posible, se preguntaba Marianne, que ni siquiera pudiera sentir un atisbo de aprecio y melancolía hacia la mujer a la que una vez juró amor? Promesas vertidas, promesas barridas por un gélido viento de decepción, promesas que Marianne creyó ciegamente. De nuevo, la constante tendencia a justificar el comportamiento de él...

Casi tres meses de ausencia de Willoughby y sin atisbos de regresar. No había ni un sólo día en que Marianne no pensase en él, ni que abriera los ojos a un nuevo día y no sintiera su recuerdo, ni que cerrara los ojos al caer el sol y no le deseara en la distancia "buenas noches". A pesar de todo.

¿Y si volviese? ¿Sería capaz Marianne de desafiar a todos y a todo ante el regreso de Willoughby? Le aterraba ese pensamiento, y se refugiaba en la dolorosa comodidad que le reportaba la completa certeza de que eso jamás iba a ocurrir.

Quizá la solución estuviese en ser como Elinor y contemplar las cosas con la gélida frialdad de ser realista. Pero sabía que eso implicaría dejar de ser Marianne Dashwood.
Catherine Heathcliff.

Lo que estoy escuchando: Softly Sleeping, de Kate Winslet.

De cómo conocí a Vladtepito




Las consecuencias de tener una casa cerrada durante un tiempo considerable son numerosas, y la que quizás pueda considerarse una de las menos preocupantes es encontrarse una capa de un metro de polvo sobre los muebles y el suelo. Es lo que provoca el tener tu hogar a bastantes kilómetros de donde trabajas. Nada, se limpia y listo. ¿Pero qué ocurre cuando los okupas invaden tu propiedad? ¿Qué hacer ante esto y ante los destrozos que pudieran ocasionar? La verdad es que es una situación complicada y nada deseable, pero he de confesar que esto es lo que nos ocurrió a mi madre y a mí en nuestra casa.


Tuvimos el pasado julio un okupa en nuestro hogar: un murciélago.


Sucedió por la mañana. Yo estaba en el salón desayunando mientras leía, paradojas de la vida, Lestat, el vampiro, de Anne Rice. Mi madre estaba en la cocina, trajinando, como siempre. De repente, un grito espeluznante llegó a mis oídos e hizo que se me erizara el vello y pegara un respingo: “¡Aaaaah! ¡¡¡¡¡Catherine!!!!!”. La voz de mi madre rasgó el viento. ¡Mi madre pedía auxilio! Llena de preocupación, me volví en mi asiento de repente y grité a mi vez: “¡¡¡¡¡Aaaaaah!!!!! ¡¿Qué?!” Eso sí, yo no me moví del sitio, por si acaso. Confieso que lo primero en lo que pensé fue en arañas, gigantescas arañas, negras y peludas poblando por doquier la alacena o el lavadero de mi casa. Repito: es lo que tiene tener un sitio cerrado durante tanto tiempo. Bueno, eso y tener una imaginación desbordante, delito del que me confieso culpabilísima. Y ante ese aterrador pensamiento, yo seguía sin moverme. Caramba, mi madre podía estar en peligro… ¡y yo me quedé en el asiento! Con la cara desencajada por la preocupación, eso sí, que conste. Arañas, arañas enormes, arañas oscuras y con pelos… ¡maldita aracnofobia patológica y sin remisión la mía! Pero no eran arácnidos llenos de pelos, pues otro grito de mi madre confirmó de lo que se trataba: “¡¡¡¡¡Catheriiiiine!!!!! ¡¡¡¡¡Un murciélago!!!!!”. Buf, menos mal. Claro, menos mal para mí, porque para mi pobre madre, ese ser tan excepcional que me dio la vida y a la que yo negaba el auxilio, ODIA, en el sentido más literal y mayúsculo de la palabra, a los murciélagos; esa sensación es superior a ella: no los soporta, le aterran horriblemente, hasta el punto de quedarse paralizada. Bien, pues más o menos eso fue lo que pasó, porque de repente veo un murciélago muy pequeñito venir volando de la cocina hasta el salón donde yo desayunaba plácidamente en compañía de mi Lestat literario para después dejarse caer detrás de una puerta, y más tarde… quietud, tan sólo rota por el portazo de la puerta de la cocina cerrada a cal y canto. Mi madre se había encerrado, presa del pánico. Claro. Obvio. Desde su refugio improvisado, gritó: “¡¡¡¡¡Échalo de aquííííí!!!!!”


Bueno, yo intenté por todos los medios coger al animalito. Usé un trapo y todo para poder atraparlo y así dejarlo en la ventana para que se fuera. A mí me daba mucha pena, porque era muy pequeñito y estaba muy calentito y blandito, me parecía que si lo cogía entre mis manos o entre mis dedos, le iba a hacer daño. Claro, el pobre animalito pasó de mí tres pueblos y se lió a volar en círculos por todo el salón. Así se tiró un rato, y a mí no se me ocurre otra cosa que mirarlo embelesada, mientras me reía sin parar. La verdad es que en cuestión de cinco minutos me encariñé con él y le puse hasta nombre: Vladtepito. Es que era muy pequeño…


Mi madre me escuchó reírme y salió de la cocina. “¡Si ya sabía yo que no había forma! ¡¡¡¡¡No te rías!!!!!”. Y cuanto más me decía que no me riera, yo más me reía. El pobre Vladtepito seguía dando vueltas en círculo por todo el salón, y cada vez que sobrevolaba la cabeza de mi pobre madre, que es una santa y tiene el cielo ganado por tener una hija tan descastada, se encogía sobre sí misma, apretaba los dientes y murmuraba “!uuuuuh!”, así, como con asco o dentera, la pobre mía. ¿Qué hacía yo mientras tanto? Reírme a carcajada limpia. Mi madre ya desesperada intentó poner orden: “¡Catherine, ABRE LA VENTANA!”. Vale, si te grita de esa manera, más vale hacerle caso. La risa se me cortó de golpe y abrí la ventana y la persiana lo más que pude, pero ya sabía yo lo que iba a pasar, así que le dije a mi madre: “Mmmh, mamá, esto… los murciélagos no ven, así que…”. Pero no había problema; mi madre, en un arrebato de valor sin precedentes, cogió el plumero y, armada con tan letal instrumento, se dispuso a espantar al murciélago, que seguía dando vueltas en círculo por el techo del salón. Pobre mamá de Catherine… sin moverse del sitio, comenzó a agitar el plumero arriba y abajo, de manera constante, sin parar, a la par que entonaba su “¡uuuuuh!” característico, mencionado líneas arriba. La situación era bastante cómica, porque la pobre mía no se movía de la baldosa que había elegido como su receptáculo vital: su existencia en ese momento se reducía a ese pequeño rectángulo de mármol, de ahí no se movía. Durante esos angustiosos minutos, mi madre vio su vida recluida en ese estrecho espacio, encogida de hombros, gritando “¡uuuuuh!”y moviendo el plumero arriba y abajo, arriba y abajo, una y otra vez, como el gato de Mixta (y permítaseme la licencia publicitaria). La verdad es que lo hacía todo a la vez, así que ahí tenemos la prueba fehaciente de que una mujer puede hacer bastantes cosas simultáneamente, y si es una madre, más todavía. Yo es que siempre he creído que mi madre sabe hacer de todo, la verdad,…


…hasta espantar murciélagos, porque mi pobre Vladtepito se marchó por la ventana finalmente. Quiero creer que se fue porque quiso y porque ya estaba harto de dar vueltas en círculo por mi salón, pero a mi madre le digo que se fue por ella y sus infalibles métodos espanta-murciélagos. Claro, todo esto para que se sienta mejor. Lo cierto es que, horas más tarde, le pregunté que por qué le daban tanto miedo los murciélagos, a lo que ella me respondió, con toda lógica, con otra pregunta: “¿Y a ti por qué te dan tanto miedo las arañas, a ver?”. Cierto, pero mi respuesta es evidente: son arácnidos, no son mamíferos, como los murciélagos. Pero lo mejor, lo mejor, lo mejor de todo, fue la réplica que mi madre me soltó a continuación:


- ¡Ay, Catherine, que no! ¡Que no soporto a los roedores de sangre fría!


Evidentemente. Ante este argumento de lógica aplastante, no tengo nada más que añadir, tan sólo que mi madre SIEMPRE lleva razón, aunque no la lleve, como es este caso.

Rectificación: mamá Catherine me pide que limpie su imagen y deje claro que ella sabe de sobra que los roedores (murciélagos incluidos) son de sangre caliente; ella, lo que en realidad quería decir era: "¡Que no soporto ni a los roedores ni a los animales de sangre fría!". Es verdad, que conste, que los reptiles tampoco los soporta. Dicho queda.


Catherine Heathcliff.



Lo que estoy escuchando: Sympathy for the Devil, de Rolling Stones.

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