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Querido papá

Querido papá:


Dicen que los 25 años son cruciales en la vida de todo ser humano. Me dijeron en noviembre de 2009 que acababa de cumplir una edad preciosa, y que a partir de ese momento la vida corría mucho más rápido y sin darte cuenta. Yo no sé si es verdad o mentira, pero sí que es cierto que desde ese momento hasta ahora me sentía como si estuviera viviendo la mejor etapa de mi vida. Dicen también que a los 25 años empiezas a ser -y a sentirte- un poco más adulto. En eso no sé yo, porque yo seguía con mis locuras -sanas, eso sí- como siempre.

Pero ahora sí que entiendo esa afirmación.
Los hijos somos de naturaleza egoísta para con nuestros padres. Supongo que eso es inherente al tema de ser hijo. Queremos crecer muy deprisa, siempre ha sido así. Y creemos que nuestros padres son eternos, porque siempre lo han sido para nosotros, desde niños; los miramos con una suerte de admiración reverencial, como si fuésemos siempre muy pequeñitos y estuviésemos constantemente mirando hacia arriba, hacia un ser superior, lleno de autoridad. Para los hijos que queremos a nuestros padres, ellos son invencibles, de hierro macizo, y ni siquiera pensamos el hecho de que algún día puedan dejar de estar ahí. ¡Por Dios, eso es casi pensamiento herético! Nuestros padres, repito, son eternos. Y como tal, jamás dejarán de estar protegiendo nuestras espaldas.

El problema es que la vida es la mejor maestra que tenemos, y nadie mejor que una docente sabe que esa es una gran verdad. Como buena maestra, es capaz de enseñarnos valiosas lecciones en ocasiones, pero en otras es dolorosamente estricta con sus discípulos. Y papá, con nosotros, conmigo, lo está siendo. Y mucho.


Sin embargo, yo siempre he sido una alumna de sobresalientes y matrículas. Ni un sólo suspenso jalona mi expediente académico. He pasado exámenes muy difíciles y ha habido asignaturas que se me han atragantado, como buen ser humano que soy. Así que yo me senté el miércoles día 12 de mayo de 2010 delante de mi vida, miré directamente a su faz y le dije que estudiaría muchísimo hasta dejarme la piel, como he hecho siempre, porque esta nueva prueba la pasaría, y con nota. Haré así que tú, papá, te sientas orgulloso de mí una vez más, como ha ocurrido siempre. Te doy mi palabra de que así será.


Pero...

Papá, no puedo pasar esta prueba sin ti. Y aunque mi escrito destile egoísmo porque la mayor prueba de todas recae ahora mismo en tus manos, no puedo dejar de pensar que mamá y yo también hemos de pasar este severo examen donde nos entra toda la materia explicada en la asignatura de la vida.


Así que, papá, ayúdame, ayúdanos: estudia mucho, mucho, mucho, mucho, mucho, la vida nos va en ello. Eso sí, la vida nos va a permitir que nos mofemos un poquito, una chispa nada más, de ella; cuando te estés sometiendo a la mayor prueba de todas, mira de reojo a derecha y a izquierda, y cópiate de quien siempre tienes y tendrás a cada lado: de tu mujer, mi madre, y de tu hija, la que escribe.
¿Me lo prometes?
Tu hija, que te quiere más que a nada,

Catherine Heathcliff.

Lo que estoy escuchando: Invincible, de Muse (Black Holes & Revelations).

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